Max se encogió sobre su escritorio y escudriñó, frunciendo el ceño, la paleta de colores que tenía frente a sí. Trató de imaginar qué azul era el que el cielo del cuento reclamaba: un azul oscuro manchado de estrellas, un azul turquesa con olor a mar, un azul grisáceo que anunciaba tormenta, un azul casi negro con lunas dormidas o un azul casi blanco cual pasto de nubes. Tras mesarse la barba, en donde se enredaban los años ya vividos, se decidió por un azul suave: un azul caricia, abrazo, un azul roce de labios, un azul acuoso pero con peces de vida nadando en él, cálido y frío al mismo tiempo. Contento con esa suerte de azul, logrado tras un proceso de mezclas y arcoíris, besó con el pincel la paleta y lo ahogó brevemente en agua, para hacerlo llorar después sobre el papel. Así se desprendieron de él átomos de cielo y Max se inclinó más sobre su obra, sus gafas volando, perdidas en aquello que salía de sus manos y el puente de éstas actuando de pasarela entre el mundo real y el mundo de cuento.
Max se incorporó para contemplar su diminuto dibujo, enmarcado por las grafías claras, casi infantiles que había herido sobre el papel su amigo y compañero Lou, un duende sonriente con los ojos lechosos de tanto copiar, de tanto fabricar felicidad fabricando palabras, espacios, puntos y comas; fabricando esos libros que Max ilustraba devotamente. Lou era más joven que él; risueño y jovial, dominaba la traza de las preposiciones y de las conjunciones y jugaba con los espacios en blanco que Max rellenaba en cuanto le llegaba un libro nuevo a su despacho en la fábrica, formado tan sólo por un escritorio y una lámpara que parpadeaba, sin piedad, a cada segundo. Al recibir un nuevo pedido, experimentaba Max una gran emoción y se sentía tentado a ni si quiera leer las pautas de Lou y a dibujar aquello que primero se pasease por su mente. De forma que si Lou había escrito cuidadosamente “El –espacio en blanco- brillaba con fuerza en el –espacio en blanco-”, Max fantaseaba con dibujar un pie y un mar en calma, de forma que un desconcertado niño y sus aun más desconcertados padres leyeran, sin comprender, “El pie brillaba con fuerza en el mar”. Pero estaba condenado a dibujar un sol amarillo y un cielo azul caricia para hacer felices a los niños y darles historias bonitas que leer. Aun así Max se carcajeaba de las diferentes combinaciones posibles –un rinoceronte y un reloj o un zapato y un tomate-, y se había labrado de esta forma una reputación de loco en la fábrica: “Siempre encerrado en su despacho y sentado frente a su escritorio, riendo con risa estridente, dibujando estupideces para libros que ya nadie nunca va a leer”, decían el resto de los duendes.
El declive de la sección “Letras y Artes” era un secreto contado a voces. Todos en la fábrica lo comentaban e incluso se hacían apuestas a cerca de cuando el jefe, don Nicolás, iba a clausurarla de forma definitiva. Max apreciaba sinceramente a don Nicolás, un anciano de barba blanca y mirada bondadosa. Él era quién hacía posible la Navidad y todos, no solo en la fábrica, sino en la pequeña aldea, en las grandes ciudades, en el campo, en las montañas, en los desiertos, lo admiraban profundamente. Se lo solía ver vestido de rojo, con un curioso gorro rematado en un pompón, con una sonrisa risueña que acentuaba los hoyuelos en sus mejillas sonrosadas y con una libreta entre sus manos, anotando secretos en sus hojas cuadriculadas. Su forma de felicitar las fiestas era peculiar: siempre entonaba un “Ho ho ho” con su voz grave y sonora, y su manera de hablar, lenta, como si masticase las palabras, abría una brecha de paz en el agitado devenir de la fábrica. Don Nicolás era quien había elegido a Max como duende dirigente de la sección “Letras y Artes” cuando éste era aún joven – o por lo menos no tan viejo —, sin barba donde enquistar recuerdos y sin gafas de torpe montura. Y lo había escogido porque había sabido apreciar no tanto sus dotes indudables como su verdadera pasión por el pincel, la acuarela, las ceras, los lápices, las tizas y por su gran delicadeza al observar todo lo que lo rodeaba. Era el joven Max un duende pasivo en apariencia: silencioso, observador, calculador e incluso frío como la nieve que tiznaba las calles de blanco. Pero don Nicolás vio, en un primer momento, la valía del muchacho. Lo introdujo en el departamento de “Letras y Artes” y le dio un trabajo sencillo: numerar las páginas de los libros. Por aquella época, la sección artística bullía en actividad: varios duendes se paseaban con cuantiosos pedidos; otras tantos corregían manuscritos, otros los copiaban; los aprendices estudiaban el trabajo de sus maestros y los dibujantes teñían las páginas de rojo, rosa, amarillo, verde, morado, gris, marrón, naranja con el susurro de sus pinceles. Por aquella época, el Arte vivía.
Sin embargo, con el paso del tiempo, algo sucedió. Fue inaugurado un departamento que respondía al extraño nombre de “Informática y Tecnología”. En sus inicios no era demasiado importante y fue relegado a una pequeña esquina en el pabellón central de la fábrica. La primera Navidad tras este suceso fue agria para los duendes informáticos. Sin embargo en la planta de “Artes y Letras” se hubo de hacer trabajo extra: las cartas que llegaban a don Nicolás pedían más y más libros -cuentos, novelas, relatos, poemas-. Nadie se interesaba por los “ordenadores” – pues tal era el nombre que utilizaban una y otra vez los informáticos -, porque nadie sabía lo qué eran. Esa Navidad Max fue ascendido y, de la mano de un viejo duende cuyo mejor amigo era un bastón nudoso y de madera, se especializó en las ilustraciones para los cuentos infantiles. Don Nicolás aplaudió el trabajo de Max en una antología de cuentos de los Hermanos Grimm, edición que había sido muy bien recibida bajo las ramas verdes de los verdes abetos. Creyó Max estar rozando la felicidad con las yemas de sus dedos y siguió trabajando duro, siempre con una sonrisa torpe bajo las torpes gafas.
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Primera parte del cuento Distopía, con el que gané el III Certámen Charles Dickens de la librería el Pequeño Teatro de los Libros. Mañana colgaré la segunda parte. Espero vuestras opiniones y espero, también que paséis una increíble Navidad. Felices fiestas a todos.
¡Saludos!
Natalia
P.S. ¿Habéis visto lo asquerosamente bien que dibuja mi chico? ¡Gracias! :D
P.S.2. ¡Nieve en el blog! ¡Yay!
4 comentarios:
aun que creo que ya sabes mi opinion te lo repito... es genial, buenísimo, te dije que ibas a ganar :) y el dibujo de Guillermo es asombroso
Excelente. Una gran historia y dibujo.
Woooow!! Ya sabes que nos dejaste fascinados... Te lo digo otra vez, es mágico (con acento en la a aunque magico también, bastante, jaja). yo también me alegro un montón de haberte conocido, a ver si nos vemos estas navidades por las frías calles y entre el feroz cierzo... Tu blog es una joya, de verdad, yo también he caido en picado como la nieve... He publicado el link en la entrada de mi relato, no te importa? Ah! El dibujo precioso también... Feliz navidad, bella!!
me encanta todo!el dibujo, la historia,incluso la nieve de tu blog :3
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