sábado, 25 de diciembre de 2010

Distopía (II)

Tras aquellas Navidades tristes para los informáticos, se desarrolló una gran campaña publicitaria a favor de todos los cachivaches que ellos producían y los conceptos de ordenador, televisión, móvil, videojuego, comenzaron a calar fuera y dentro de la fábrica. Los niños se dejaban arrastrar por aquella marea de cables, de pitidos, de músicas disonantes, de imágenes luminosas, de espectros y fantasmas que asustaban a Max; sus padres no hacían nada por evitarlo pues ellos mismos desgranaban horas y horas – perlas perladas, regalos del tiempo – frente a una caja que emitía imágenes que los hacían reír, llorar, sonrojarse o gritar. Su estética la estudió Max desde la lejanía de su pequeña casa, asomándose por la ventana y oteando a través de las cortinas de su vecino. Tomó apuntes y quedaron grabadas en su mente las formas del aparato bautizado como “televisión”. Era ese aparato de formas rígidas heredera de la estirpe de las cajas – o al menos, él así lo concebía – y Max no podía entender como una progenie tan noble podía haber degenerado en ese artilugio de dudosa utilidad. La “tele” – que confundió primeramente con una versión de bolsillo de la misma, por la forma apocopada de su nombre-, presentaba en general una forma cuadrada o rectangular con una superficie o bien muy plana o bien muy gruesa, decorada con lajas plateadas, o negras y que emitía un constante zumbido que, cual aguijón, parecía haberse clavado en los oídos de los humanos, los cuales ya ni siquiera lo percibían. Pero este zumbido alarmaba y sorprendía a Max, que se daba la vuelta tras su estudio, triste, hacia sus paredes forradas de libros y encontraba en su tacto rugoso, cálido, prometedor todas aquellas risas y lágrimas que el resto buscaba en esa arca visionaria, donde naufragaban las esperanzas.

En las siguientes Navidades, se aumentó la plantilla en el departamento de “Tecnología e Informática”; medio año más y ampliaron sus instalaciones. Otros dos y sus cables ocupaban un pabellón entero. Varias secciones hubieron de ser trasladadas, reducidas o clausuradas. Las cartas que recibía don Nicolás ya no tenían sed de libros, ni de canicas, de ni muñecas, ni de peonzas; ambiciosos niños exigían aparatos tecnológicos cada vez más complejos, con más aplicaciones, más complementos y, por tanto más vacíos.

“Queridísimo don Nicolás”, rezaban las cartas, “este año he sido muy bueno y quiero un móvil de última generación, un ordenador (si puede ser portátil), un reproductor de música en el que además se puedan ver películas y una cámara fotográfica con la que vea hasta las escamas de los peces de mi pecera”. Y no se podían rechazar sus peticiones, porque era Navidad, y los niños eran felices con esa absurda ostentación de joyas tecnológicas, diamantes en bruto de la infelicidad. Ya nadie quería a los Grimm ni a Andersen; los adolescentes ya no temblaban con el romanticismo de Bécquer ni con los versos de Shakespeare, ya no se estremecían con Poe o con Dickens o con Wilde; e incluso los adultos habían cambiado a Dostoievski por una pantalla táctil y a Orwell por un equipo de sonido. Fue entonces cuando don Nicolás acudió al departamento de “Letras y Artes” e informó a los duendes, con lágrimas asomando a su mirar, que la unidad artística iba a ser salvajemente sesgada: quedaría reducida a dos duendes. Max y Lou fueron los escogidos; los demás serían reconducidos a otras secciones.

Así quedaron olvidados Max y Lou en un despacho pequeño y húmedo, un rincón solitario de la fábrica donde luchar contra la rémora del pasado, donde dibujar personajes y paisajes sin sentido que ya nadie contemplaría, donde ver amarillear el papel, donde soñar con acariciar un lomo de un libro nuevo, donde envejecer, y seguir envejeciendo.

“El sol brillaba con fuerza en cielo”, se leía ya, en un simple jeroglífico, el primero en meses. Max sonrió brevemente e imaginó unas manitas regordetas de un niño inocente desenvolviendo el regalo y estudiando después esa primera frase, tan prometedora, rebosante de aventuras, o de amor, o de terror, o de duelos, o de castillos, o de dragones, o de princesas, o de detectives, o de perros, o de bosques, o de ríos, o de soles que brillaban con fuerza en cielos azul caricia. La lámpara se quedó ciega durante unos segundos, robando a Max la luz amarillenta que parecía querer emular rayos de ese sol. Golpeó la lámpara, con experiencia, en un punto concreto y entonces quedó ante sí una vista general de su despacho: madera roída, paredes desconchadas, luz desvaída, crujidos de vejez, motas de polvo sangradas, quizá, por las Navidades de antaño. Un pequeño cementerio, eso era, con nichos bajo las tablas de maderas quejumbrosas, cansadas de aguantar tanto peso durante tanto tiempo. Un cementerio donde envejecer, envejecer hasta morir.

La lámpara guiñó de nuevo y Max quedó sumido en la profunda oscuridad no sin antes, distinguir, en una de las paredes, unas trazas sobrias, negras, claras, hirientes, como tecleadas con uno de esos aparatos que llamaban “ordenadores”, grafías robóticas que rezaban: “Aquí reposa el Arte. Que en paz descanse”.

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Segunda parte del cuento Distopía, con el que gané el III Certámen Charles Dickens de la librería el Pequeño Teatro de los Libros. Espero, de nuevo, vuestras opiniones. ¡Gracias a la libreria por darnos esta oportunidad a todas, y dar la enhorabuena a Isabel, finalista del concurso! Y gracias a todos por leerme.

¡Feliz Navidad!
Natalia

P.S. Y gracias a ti por el dibujo :D (otra vez)

2 comentarios:

Elisa dijo...

Fantástico!!! genial!!!

Sarita dijo...

me ha encantado!
Te sigo, tienes un blog genial
muaakk